En efecto, y desciendo ya al detalle, un estudio realizado por investigadores de la Universidad americana de Notre Dame y cuyos resultados fueron presentados en la 120ª Convención de la Asociación Americana de Psicología, explica que si bien mentir provoca situaciones de tensión y ansiedad, decir la verdad tiene un efecto positivo sobre la salud.
Los autores de dicho estudio se basaron en las reacciones de un grupo de 110 voluntarios ante determinadas situaciones y durante un seguimiento de diez semanas. Tras comprobar, en un primer momento, que dichas personas decían una media de 11 mentiras semanales (pocas me parecen), se entrenó a la mitad de los participantes para que mintieran menos. Y los expertos observaron que este grupo “menos mentiroso” a partir de entonces presentó una mejoría significativa de su estado de salud general, tanto en el aspecto físico, como en su estado emocional respecto a sus compañeros más proclives al engaño.
Siendo aún más concreto, se analizaron en el laboratorio una serie de parámetros ligados a la salud, comprobándose que las personas que reducían su tendencia a decir mentiras estaban más sanas, menos tensas y, sobre todo, sufrían menos dolores de cabeza y menos problemas de irritación de garganta que el resto de los participantes.
El estudio, bautizado también como "La ciencia de la honestidad", reveló también que la mayoría de las mentiras cotidianas o bien se tratan de falsas excusas para explicar, por ejemplo, por qué llegamos tarde a un sitio o dejamos incompletas ciertas tareas, o bien son fruto de la tendencia a exagerar los éxitos y talentos propios "adornándolos" con pequeños embustes.
¿Es conveniente ser sinceros al extremo?
Y si bien ser sinceros, y creo que todos estaremos de acuerdo, es una cualidad admirable del ser humano, más allá yo me pregunto: ¿pero hasta dónde? Es decir: ¿Es conveniente ser sinceros al extremo? ¿Es necesario decir la verdad siempre de forma descarnada y sin tener jamás en consideración el impacto que nuestras palabras puedan tener en los demás? Por resumir: ¿hay que ser sinceros con saña, porque la verdad es la verdad y da igual si hace daño o no con ella, ya que lo que importa es expresarla a toda costa? Ahí es donde yo ya no estoy tan seguro. ¿Y tú?
¿Qué nos impele a ser sinceros al límite? ¿Por qué algunas personas precisan ejercer la sinceridad más allá de lo que podríamos llamar “un límite razonable”? ¿Y por qué se enojan si el interlocutor con el que han sido brutalmente sinceros se molesta por sus palabras?
Válgame Dios que no pretendo defender ni la farsa ni el disimulo como modus operandi, pero entiendo, y es mi opinión, que tampoco debe llegarse a la expresión suicida de la verdad convirtiéndonos en lo que se llama vulgarmente, y aunque la academia aún no lo reconozca, como “sincericidas”.
Sinceros sí, pero compasivos también
¿Qué obliga a una persona a mostrarse sincero sin compasión, como si en realidad disparase la verdad como una bala que ha de alcanzar el corazón para causar daño al otro? Pienso que quizá lo que se pretenda no sea decir la verdad tal cual, cosa que aparte de otras consideraciones siempre es impecable, sino descargar la rabia propia, liberarse del coraje reprimido, culpar al otro del dolor interno, o tal vez sólo reclamar atención y amor. Al fin y al cabo lo único que la gente quiere es ser apreciada y amada y puede que la sinceridad extrema sea sólo un disfraz de la necesidad de amor.
El problema del llamado “sincericida”, aparte de que probablemente considere que la vida no le trata bien y que los otros han de soportar también la amargura que él siente, es creerse en posesión completa de la verdad. Él tiene la certeza de que lo que dice, lo que hace y lo que siente es lo correcto, ¡la verdad! lo que le da derecho, según él, a sentenciar con cada frase y con cada acción.
Las consecuencias de un comportamiento así son bastante espantosas, porque se ataca con la verdad sin mostrarse en ningún momento comprensivo o compasivo con el otro y poniendo en grave riesgo la amistad o la relación del tipo que sea que se mantenga entre quien emplea la verdad descarnada y su víctima. La reparación de los destrozos en casos así es costosa, cuando no imposible. ¿Merece la pena?
Qué sí, que ya sé que hay verdades incuestionables, pero también hay otras menos sólidas y que admiten visiones diferentes y ninguna de ellas necesariamente equivocada. Porque la verdad, me temo, no admite una interpretación unívoca y hay muy pocas verdades absolutas como para ir por ahí lanzando ladrillos de certeza a los demás.
Se puede ser sincero, se debe ser sincero, porque el que lo es, es también honesto, confiable y digno de respeto, pero empleemos, es mi conclusión, la asertividad, la empatía y la compasión que ayudan a comprender las “diferentes verdades” y el punto de vista de los otros. Y no utilicemos nunca la verdad como arma arrojadiza o como liberación de represiones propias.
¿Y las mentiras piadosas…?
Seguro que son muchos quienes las denigran y hasta consideran nocivo su uso, pero todos las hemos empleado alguna vez. La mentira piadosa es, ya sabemos, esa afirmación falsa, pero expresada con intención benevolente. Su objetivo es tratar de hacer más “digestiva” la verdad tratando de causar el menor daño posible. Algo así como una mentira con corazón.
Algunas de esas mentiras piadosas o “blancas”, salvan relaciones, otras alivian una situación incómoda y hay otras que nos hacen ganar tiempo hasta ser más fuertes para ser capaces de emplear la cruda verdad…
Pues a pesar de sus detractores, yo creo que el mundo es un lugar un poco mejor gracias a dichas mentiras piadosas. El límite siempre será, obviamente, que no hagamos con ellas daño a otros o que estemos acaso violando la ley al proferirlas.
-¿Me ves más delgada?, dice ella.
-Claro. Y ese vestido te cae muy bien.
Este diálogo no tendría por qué ser mentira, aunque desde fuera lo parezca, ya que él es quien decide verla de una forma o de otra. Pero hay más ejemplos…
- ¡Muchas gracias! Me encantó.
Sí, porque decirle a alguien que su regalo es horrible nos haría parecer un sujeto insensible.
- No, agente… No tengo ni idea de lo rápido que iba.
Porque alegar ignorancia a veces es mejor que admitir que se ha transgredido una ley.
- ¡Sí, voy a empezar a trabajar en ello lo antes posible!
Porque si digo que tengo alrededor de cien cosas que hacer en primer lugar sólo te molestaría.
- Pensé que te había enviado el correo electrónico. Estoy seguro de que lo hice.
Porque decirte que se me olvidó por completo, probablemente afectaría a nuestra relación.
Un conmovedor ejemplo de “mentira blanca” es la película “La vida es bella”, en la que, en pleno Holocausto nazi, un padre, el actor italiano Roberto Benigni, le hace creer a su pequeño hijo que todas las personas que están en un campo de concentración están participando en un divertido juego, solo para protegerlo del sufrimiento.
"Empieza el juego, quien no haya llegado ya no juega. Se precisan 1000 puntos. El primer clasificado ganará un carro blindado nuevo. Menuda suerte. Cada día leeremos la clasificación por aquel altavoz de allí, al último clasificado le colgaremos un cartel que dirá: Asno. Aquí en la espalda. Nosotros estamos en el equipo de los super malos que gritan sin cesar, quien tenga miedo pierde puntos. En tres casos se pierden todos los puntos: los pierden, uno, los que empiezan a llorar, dos, los que quieren ver a su mamá, tres, los que tienen hambre y piden la merienda. ¡Nada de eso! Es muy fácil perder puntos, porque hay hambre. Yo mismo ayer perdí 40 puntos porque no pude aguantar y pedí un panecillo con mermelada. De albaricoque. Y él de fresa. Y nada de chucherías porque no os vamos a dar, nos las comemos todas nosotros. Yo ayer me comí 20. Me duele la barriga. Pero estaban buenas. Os lo aseguro. Perdonad que me vaya enseguida pero estamos jugando al escondite, me voy corriendo o me tocará parar."
¿Alguien podría acusar al protagonista de La vida es bella de ser un embustero patológico o mala persona? Me parece que no.