«El cuento de la sopa y los problemas de comunicación»
Estaba una señora sentada sola en la mesa de un restaurante, y tras leer la carta decidió pedir una apetitosa sopa en la que se había fijado. El camarero, muy amable, le sirvió el plato a la mujer y siguió haciendo su trabajo. Cuando volvió a pasar cerca de la señora, ésta le hizo un gesto y rápidamente el camarero fue hacia la mesa.
- ¿Qué desea, señora?
- Quiero que pruebe la sopa.
El camarero, sorprendido, reaccionó rápidamente con amabilidad, preguntando a la señora si la sopa no estaba rica o no le gustaba.
- No es eso; quiero que pruebe la sopa.
Tras pensarlo un poco más, en cuestión de segundos el camarero imaginó que posiblemente el problema era que la sopa estaría algo fría, y no dudó en decírselo a la mujer, en parte disculpándose y en parte preguntando.
- Quizás es que esté fría, señora. No se preocupe, que le cambio la sopa sin ningún problema…
- La sopa no está fría. ¿Podría probarla, por favor?
El camarero, desconcertado, dejó atrás la amabilidad y se concentró en resolver la situación. No era de recibo probar la comida de los clientes, pero la mujer insistía y a él ya no se le ocurrían más opciones. ¿Qué le pasaba a la sopa? Lanzó su último cartucho:
- Señora, dígame qué ocurre. Si la sopa no está mala y no está fría, dígame qué pasa y, si es necesario, le cambio el plato.
- Por favor, discúlpeme, pero he de insistir en que si quiere saber qué le pasa a la sopa, sólo tiene que probarla.
Finalmente, ante la petición tan rotunda de la señora, el camarero accedió a probar la sopa. Se sentó por un momento junto a ella en la mesa y alcanzó el plato de sopa. Al ir a coger una cuchara, echó la vista a un lado y otro de la mesa, pero… no había cucharas. Antes de que pudiera reaccionar, la mujer sentenció:
- ¿Lo ve? Falta la cuchara. Eso es lo que le pasa a la sopa, que no me la puedo comer.
“¡Pues sí, falta la cuchara, pero dilo desde un principio, narices!”
Esta jocosa historia deja traslucir una realidad palmaria: comunicarse es mucho más que un mero intercambio de palabras, y hacerlo bien no es algo tan sencillo como generalmente se tiende a pensar.
Imagínate si es complejo el arte del buen comunicar que, entre lo que yo pienso, lo que quiero decir, lo que creo decir, lo que digo, lo que quieres oír, lo que oyes, lo que crees entender y lo que entiendes, ¡existen nueve posibilidades de no entenderse!
Decir lo que uno piensa hablando con el lenguaje del que nos escucha
Tradicionalmente, la comunicación se ha definido como “el intercambio de sentimientos, opiniones o información mediante el habla, la escritura u otro tipo de señales”.
Todas las formas de comunicación, es obvio, requieren de un emisor, un mensaje y un receptor al que va destinado tal mensaje.
Según estos parcos requerimientos, el proceso no debería resultar dificultoso. Y no lo sería si todos fuéramos iguales, es decir, si todos tuviéramos el mismo nivel conocimiento, formación e información, o, si se quiere, de inteligencia o de perspicacia.
Pero somos muy distintos, y a la hora de comunicarnos unos con otros hemos de tener esas diferencias muy presentes y hacer un esfuerzo para ser entendidos. Decir lo que uno piensa, desde luego, pero hablando el lenguaje del que nos escucha.
No voy a enumerar las enormes ventajas (incontables) que conlleva una buena comunicación para mejorar de forma notable casi todas las parcelas de nuestra vida, desde la estrictamente personal a la profesional y a la social.
Pero sí me gustaría subrayar que hacerse entender y saber escuchar para comprender lo que el otro nos dice se encuentran entre las habilidades más destacadas en un hombre, aunque pocos las detenten.
Y parece mentira que cualquiera no aprenda bien los resortes de una buena comunicación dedicando como dedicamos, según la publicación de ciencia francesa Science et Vie, dos años completos de nuestra vida a hablar y a escuchar, ¡dos años completos de nuestra vida!
Lejos, sí, de los 23 años que dedicamos a dormir o de los 16 que pasamos trabajando, pero también un tiempo muy estimable.
Importante es comunicar, pero esencial es hacerlo bien
¿Te has parado alguna vez a pensar con qué frecuencia escuchas realmente a la persona que te está hablando y no divagas, mientras tanto, con otros pensamientos?
Si reflexionas sobre ello, te darás cuenta de que en muchas ocasiones nos es muy difícil recordar qué era aquello que el otro nos decía en una charla concreta.
Y ello a pesar de que, cuando escuchamos a los demás y nos tomamos el trabajo de entender sus argumentos, nos damos tiempo a nosotros mismos para elaborar nuestras ideas, explicar con nitidez lo que necesitamos y darnos cuenta de si la otra persona comparte o no nuestro punto de vista.
Si no escuchamos podemos enfrascarnos en debates a lo mejor innecesarios, porque la otra parte estaba de acuerdo con nuestros argumentos desde el principio, pero no nos tomamos la molestia de escucharle.
No escuchamos mucho, la verdad, como queda ya explicado. Pero por otra parte tampoco nos esmeramos demasiado cuando nos toca hablar.
Yo te preguntaría: ¿Pones cuidado en lo que dices a los demás? Y por más que me asegures que sí, que yo te creo (por supuesto), seguro que unas cuantas veces dijiste algo de lo que después te arrepentiste. Y si piensas que no, te propongo un test muy sencillo.
A continuación voy a escribir cinco frases. Trata de recordar si alguna vez las empleaste en una conversación con alguien, porque si fue así, metiste la pata:
1.- No me importa
2.- Estás equivocado
3.- Te lo dije
4.- Esto debería ser fácil
5.- No puedes hacerlo
Con la 1, lo que los demás entienden es algo así como “déjame en paz; tengo mejores cosas que hacer que escucharte”.
Con la 2, lo que los demás entienden es “no sabes hacerlo; eres tonto; eres inútil”.
Con la 3, lo que los demás entienden es algo así como “¿Has visto como lo has hecho mal? Tú te lo has buscado. Yo soy mejor que tú”.
Con la 4, lo que los demás entienden es: “Eso es fácil, y si no consigues hacerlo es que eres un inútil”.
Y con la 5, lo que los demás entienden es que da igual lo que te esfuerces, porque no lo vas a conseguir. Así que, ¿por qué intentarlo?
¿Te reconoces pronunciando alguna de estas frases? ¿Cómo fue la reacción de tu interlocutor al pronunciarlas? ¿Seguís siendo amigos?
Dialogar no es discutir
Otra cuestión esencial es tener cuidado con no confundir los términos diálogo y discusión.
Dialogar es compartir, dos o más personas, argumentos distintos (o afines con matices) acerca de un mismo tema y con el objetivo de llegar a un fin común… o no.
Discutir consiste en tratar de convencer a la otra u otras personas de que tú estás en lo cierto y ellas están equivocadas.
En un diálogo, todas las personas escuchan los argumentos de los demás y luego responden en función de este análisis.
En una discusión, las personas no escuchan o lo hacen con la intención de encontrar algún error en la argumentación y utilizarlo para desacreditar a la otra persona. En ningún momento hay intención alguna de aprender, encontrar una solución o llegar a un fin común.
No puedo olvidarme de un tipo de diálogo no menos crucial en la vida de cada uno: el diálogo interior con uno mismo.
No, no es de locos hablar con uno mismo. Deshazte de esa idea, porque es justo al contrario. Un estudio ha revelado que el diálogo con uno mismo no sólo no es una excentricidad producto de mentes desequilibradas, sino una manera óptima y saludable de conducirse por la vida.
Las palabras se amontonan en todo momento en nuestra cabeza en una charla incesante. Es tal el tráfico de mensajes, que hasta el 80% de nuestras experiencias mentales son verbales.
Nos enviamos constantes recados con la intención de auto-examinarnos, de subrayar y entender lo que hacemos y reflexionar sobre ello.
Por tanto, resulta fundamental aprender a decirnos lo mejor a nosotros mismos. "La persona más influenciable con la que hablarás todo el día eres tú. Ten cuidado, entonces, acerca de lo que te dices a ti mismo", decía el experto motivador Zig Ziglar.
Christine se asombra de lo fácil que le resulta, de pronto, la conversación. Algo se estremece bajo su piel. ¿Quién soy yo de hecho, que me está pasando? ¿Por qué puedo hacer de pronto todo esto? ¿Con qué soltura me muevo, y eso que siempre me decían que era rígida y patosa? Y con qué soltura hablo, y supongo que no digo ninguna ingenuidad, porque este caballero tan importante me escucha con benevolencia. ¿Me habrá cambiado el vestido, el mundo, o lo llevaba todo dentro y solo carecía de valor, solo estaba siempre demasiado atemorizada? A lo mejor no es todo tan difícil, a lo mejor la vida es infinitamente más ligera de lo que creía, solo hay que tener arrojo, sentirse y percibirse a una misma, y la fuerza acude entonces de cielos insospechados.
(Stefan Zweig, La embriaguez de la metamorfosis)
Es una triste realidad de este tiempo de ensimismamiento y egocentrismo el que a la gente cada vez le guste más oírse a sí misma y menos escuchar a los demás.
Lo que el otro tiene que decir importa más bien poco. Si se escucha lo que dice, es sólo como apoyo para pergeñar una respuesta más contundente que tumbe sus argumentos. No se trata de dialogar y comprender, sino de rebatir y demoler.
Valgan estas líneas para invocar, desde esta modesta tribuna, la necesidad de oírnos con el afán de entendernos y progresar juntos hacia el horizonte común que establezcamos libremente gracias a que nuestro dialogo nació de un acuerdo.
Ésta es la esencia de las grandes conquistas de la humanidad. El consenso fruto del diálogo para erigir entre algunos un sueño común.