Cuando Beppo barría las calles, lo hacía despacio, pero con constancia. Mientras barría, con la calle sucia ante sí y limpia detrás de sí, se le iban ocurriendo multitud de pensamientos, que luego le explicaba a su amiga Momo: “Ves, Momo, a veces tienes ante ti una calle que te parece terriblemente larga y que crees que nunca podrás terminar de barrer. Entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle sigue igual de larga. Y te esfuerzas más aún, empiezas a tener miedo, al final te has quedado sin aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer. Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Solo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Entonces es divertido: eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser. De repente, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta de cómo ha sido, pero no se ha quedado sin aliento. Eso es importante”.>>
(Fragmento de Momo, de Michael Ende)
Este mes corresponde hablar del valor de la paciencia. Una actitud (llámala virtud, si te sientes más cómodo) que se va conformando muy poco a poco en la oscuridad de la cueva de uno mismo, integrándose gota a gota y de manera irregular en nuestros días, casi como se crean, valga la analogía, las estalactitas y las estalagmitas.
Porque al igual que ellas, la paciencia también precisa de tiempo para su consolidación y para la obtención de resultados visibles. Y, como ellas, va creciendo por arriba y por abajo (en la parte vista y en la no vista de nuestra vida), convirtiéndose al fin en una de las energías más poderosas y consistentes que podamos desarrollar, y ello a pesar de su humilde y más que modesta apariencia.
Entendamos bien, y dejémoslo establecido ya de entrada, que la paciencia no es simplemente la capacidad de esperar, sino cómo nos comportamos y qué hacemos mientras estamos esperando.
Ya sé que la vida no es fácil y que cada mañana, tarde y noche existen un montón de buenas razones para mostrarse impaciente con la vida y con lo que en ella pasa… o no pasa.
Sé que perdemos los estribos cuando creemos que la gente no hace lo que se supone que debe hacer (según nuestro criterio), y ello nos provoca rechazo o decepción. Soy consciente de que nuestros esfuerzos no siempre son recompensados y que a veces desesperamos por trabajar sin premio durante demasiado tiempo.
Y para colmo, contemplamos cómo otros consiguen sin mucho esfuerzo lo que nosotros perseguimos con afán y sacrificio. Sé todo eso, claro que lo sé, pero aun a pesar de tamañas evidencias… tengamos paciencia.
Paciencia, sí, porque si no te volverás loco, te comportarás con irritación, te sentirás víctima o tratarás de forzar un resultado por las bravas. Y todas esas son reacciones contraproducentes que te harán perder, más que ganar. Conviene, pues, aprender a transformar la frustración en paciencia.
La paciencia, ya queda dicho, no significa pasividad o resignación, sino el poder de entender que el fruto de nuestro esfuerzo llegará cuando deba, no cuando nosotros intentemos forzar que llegue, carcomidos por la desesperación.
La paciencia nos liberará emocionalmente, porque practicándola no necesitaremos a toda costa un resultado, sino que nos centraremos exclusivamente en el esfuerzo por alcanzarlo.
La impaciencia como síntoma de un mundo angustiado
En los últimos tiempos, quizá como tú, he observado la propagación, casi con carácter de epidemia, de lo que se podría denominar “baja tolerancia a la frustración”.
La misma que nos hace gritar exasperados cuando aparece la pantalla azul de Windows y se nos olvidó guardar el archivo trabajado durante tanto tiempo. O aquella que nos aqueja cuando esperamos en nuestro turno y la cola no avanza. O cuando la persona que nos antecede tarda en pagar la compra del supermercado. O también cuando nos llaman por teléfono para vendernos algo que no hemos pedido… y tantas otras situaciones en las que de inmediato cedemos al enojo y al vocerío.
¡Calma, por favor! Y paciencia. Porque, con paciencia, ante todas estas situaciones descritas uno será capaz de dar un paso atrás y reagrupar sus sentimientos desbocados, en lugar de reaccionar de una manera agresiva apresuradamente.
Expresar la frustración que nos domina cuando nos impacientamos quizá sea saludable como válvula de escape de la presión interna, no digo yo que no, pero ceder constantemente a ese impulso alocado no puede ser sano.
Hay que desfogarse desde una posición no irritable, no hostil. Dando rienda suelta al desengaño ponemos a los otros a la defensiva y retroalimentamos el disgusto en una cadena inacabable.
Cómo desarrollar la paciencia
He aquí algunas situaciones en las que nos es posible entrenar la paciencia:
1.- Mientras esperas en la cola de un restaurante o de una tienda para abonar tu compra, deja pasar a varias personas a propósito para que se les asigne mesa o sean atendidas antes que tú. Comprende que es un ejercicio y que no importan demasiado unos minutos de más o de menos.
2.- Mientras conduces un vehículo, deja que otros te adelanten. No compitas por ser el primero en llegar al siguiente semáforo. ¿De verdad te importa algo así?
3.- Cada vez que te encuentres listo para comer, detente y espera un tiempo antes de comenzar. Le estarás diciendo a tu cuerpo que tú tienes el control y estarás dominando tu ansiedad.
4.- Elige una cita que hayas programado en tu agenda y llega 30 minutos antes de lo que normalmente sueles hacerlo. Siéntate y tómate un agradable café mientras esperas que venga la persona con quien quedaste.
La lección de estas prácticas -que soy consciente de que algunos podrán considerar hasta incluso grotescas- es que no pasa nada, ¡absolutamente nada!, por dilatar ciertas cosas en nuestra vida.
Con ellas, tu mente aprenderá a comprender esta lección y se entretendrá en otras divagaciones mientras demoras la recompensa. Esto te ayudará a no sufrir cuando en otras situaciones que no controles tengas que desarrollar la paciencia real.
La paciencia tiene que ver con la felicidad
Por tanto, recapitulemos: paciencia para llegar hasta donde hemos soñado sin desesperar ni desfallecer en el intento.
Paciencia para comprender que lo que pretendemos no siempre llega en el momento exacto en el que hemos calculado y en la forma exacta en que lo hemos previsto.
Paciencia para ensayar, probar, intentar... y cuando termina el ciclo, volver empezar de nuevo y no parar hasta obtener lo que queremos.
Con paciencia todo se alcanza, señala el refranero, y no miente.
El genio es un 1% de inspiración y un 99% de transpiración.
(Thomas Alva Edison)
La bombilla no le salió a Thomas Alva Edison (1847-1931) a la primera, sino que realizó más de mil intentos y tuvo la paciencia de ensayar hasta con seis mil fibras diferentes: vegetales, minerales, animales e incluso humanas.
Y así hasta el punto de que uno de los discípulos que colaboraba con él en el taller le preguntó si no se desanimaba ante tantos fracasos. Edison respondió: "¿Fracasos? No sé de qué me hablas. En cada descubrimiento me enteré de un motivo por el cual una bombilla no funcionaba. Ahora ya sé mil maneras de no hacer una bombilla".
Al fin, el 21 de octubre de 1879 Edison realizó la primera demostración pública de la bombilla incandescente antes tres mil personas reunidas en Menlo Park (California). Esa primera bombilla lució durante 48 horas ininterrumpidamente.
"No fueron mil intentos fallidos, fue un invento de mil pasos". Éstas fueron las palabras de Edison cuando dio a conocer al mundo el proceso por el cual había conseguido crear la bombilla incandescente de alta resistencia.
Epílogo
En el segundo acto de Otelo: el moro de Venecia, Shakespeare pone esta reflexión en boca de Yago, servidor y confidente de Otelo:
“¡Pobre de aquel que no tiene paciencia! ¿Curose alguna herida de repente? No por ensalmo, por ingenio obramos, que ha menester que demos tiempo al tiempo”.