Los programas desarrollados en la escuela del tipo “yo soy especial” piden a los participantes que enumeren sus cualidades y se les premia, digan lo que digan.
Se obvian el esfuerzo, la perseverancia o cualquier otra virtud. Aprenden a ganar medallas en lugar de a mejorar en lo que hacen.
Les estamos enseñando a ganar recompensas. No aprenden a involucrarse en lo que están haciendo para sentir la satisfacción propia de la consecución de un objetivo.
Olvidamos que la recompensa no es sino una ayuda más para ello y la convertimos en el único objetivo.
Este hábito de obtener alabanzas no merecidas interfiere claramente con el aprendizaje. Por ejemplo, dar cierta calificación por un supuesto esfuerzo más que por la correcta consecución de una meta sólo consigue dar a los estudiantes una sensación sobreestimada de sus habilidades.
Según un estudio reciente del Journal of Personality, los adultos jóvenes parecen preferir un “subidón” de su autoestima por encima de sexo, comida, bebida o cualquier otro placer imaginable.
Como ironiza Richard E. Cytowic en Psychology Today, los jóvenes se dan por satisfechos con la aplicación para móviles iFlatter, que ofrece “iluminar tu vida, hacerte reír y reforzar tu autoconfianza”.
No es broma: ¡La aplicación existe! Y no tiene nada que ver con tus conocimientos o habilidades. Simplemente pones tu nombre y, al lanzar la aplicación, recibes mensajes del tipo “eres simpática” o “que guapo estás hoy”.
Nos hemos centrado en los peligros de una baja autoestima, así como en su relación con poco rendimiento, falta de iniciativa, aislamiento social o incluso depresión y autolesiones.
Mucha de la literatura divulgativa en psicología está centrada en cómo aumentarla. Esta baja autoestima se ha asociado al fracaso o a la no consecución de los objetivos propuestos.
Pero la competencia es una realidad vital, y el miedo a que la gente se sienta mal por no obtener lo que desea ha provocado que minimicemos el esfuerzo personal o colectivo realizado para conseguir un objetivo.
Muchos niños están tan convencidos de que son pequeños genios que no ponen mucho esfuerzo en su trabajo. O están tan presionados con las alabanzas que se convierten en niños problemáticos o ansiosos.
Kay Hymowitz, en el Wall Street Journal y en referencia a los 15.000 estudios que ha generado el concepto, recoge la poca evidencia de que la alta autoestima mejore las calificaciones y reduzca la conducta antisocial o el consumo de alcohol.
La solución a este dilema parece sencilla. Si queremos autoestima, ¡hagamos cosas estimables! Los logros no se pueden extraer de una chistera o descargarse de Internet. El conocimiento se adquiere estudiando, las habilidades ejercitándolas y los logros personales se obtienen con una adecuada mezcla de tesón, motivación y esfuerzo.
Es este empeño el que genera esa sensación de orgullo y estima propia. Podemos solucionar el puzle que está haciendo nuestro hijo o podemos ayudarle a que lo consiga por sí mismo.
La sensación que experimentará será bien diferente. Son numerosos los estudios que confirman que la satisfacción es un sentimiento interno. Mientras la subida de dopamina asociada a un premio es efímera, el esfuerzo que lleva a conseguirlo es bastante más duradero.
El reconocimiento propio de nuestras capacidades es un sentimiento que nos acompaña a lo largo de nuestra vida.
La verdadera autoestima nos hace sentir bien porque está basada en el orgullo. Y éste se sustenta en la confianza y la capacidad. Es algo que no se puede conseguir sin esfuerzo y disciplina.
El otro lado de la autoestima no es el fracaso. Todo lo contrario: el fracaso forma parte del juego. Se aprende de él, se genera tolerancia y se sigue intentando hasta que conseguimos aquello que buscamos, aprendiendo a disfrutar de las contraluces del proceso.
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Agradecimientos:
A Leocadio Martin por compartir este artículo con los lectores de EPDH. Publicado en su web leocadiomartin.com